Resulta que ella es así, callada, introvertida podría decirse. Le cuenta sus problemas a todo el mundo pero lo que realmente siente no lo sabe nadie. Ni yo, que soy su amiga del alma, como muchas veces se ha encargado de repetirme. Dice que siente ganas de matarse mientras se come un grasoso pedazo de pizza y le saltan las migas de la boca riéndose de su propio desfachatez, yo le digo que yo también me mataría, pero es una broma y lo sabe, lo sabemos. La muerte es un tema gracioso y recurrido cuando hay problemas y no queda otra que hacer de tripas corazón y seguir. ¿Matémonos ahora? ¿Crucemos Vespucio corriendo con los ojos cerrados? Nos reímos, terminamos emborrachándonos en alguna parte, hablando mil veces los mismo temas.
Ha tenido problemas en su trabajo, no la quieren dice, no les cae bien a la gente, dice que tiene una marca en la frente que le indica al resto ignorarla, o pisotearla algunas veces. No me cuenta mucho y cuando lo hace siempre está estampada una sonrisa en su cara. Yo me río también, siempre reímos, pero en el fondo no es gracioso. En el fondo sufre, pero yo no puedo hacer nada. Un día leyó en un libro de Coetzee que una mujer lesbiana no era la que necesitaba la cercanía de otras mujeres sino que simplemente era la que no sentía la necesidad de un hombre. Desde entonces dijo que quería ser lesbiana. Poco le duró. Se vió en la cama de un hombre en menos de lo que pudo darse cuenta y me explicó que sólo era cuestión de necesidad física, que después de todo la anatomía de un hombre era irreemplazable, afirmación que yo, por supuesto, apoyé rigurosamente. El problema era que no era necesidad de física de cualquier hombre sino que comenzó a hacerse exclusivamente de uno solo. Primero afirmó que ese hombre era el mejor, que sus trucos eran únicos, luego sus argumentos eran innecesarios y ya no se molestaba en intentar disfrazar lo que iba sintiendo. Ya no quería ser una lesbiana según Coetzee. Ya no podía serlo tampoco. Hubo un tiempo en que no me habló más del asunto, yo pensaba que las cosas iban bien, me distraje de la trama de su vida, de sus conversaciones irracionales en el teléfono y sus ganas irónicas de matarse.
No me di cuenta que tenía razón, que su marca en la frente existía y era indeleble y que la gente la pisoteaba de vez en cuando. Me dijo un día que no existía una recompensa por hacer las cosas bien en la vida, que el hombre ya no estaba más en la historia y que se había ido de una forma más o menos traumática. No me contó exactamente o no me dijo la verdad por vergüenza supongo, por pudor, somos amigas, pero a veces la vergüenza es más fuerte y uno oculta las malas historias, los relatos feos que delatan lo vulnerables que podemos ser a veces. Ella no dijo más. Yo no le volví a preguntar tampoco.
La última vez que la vi me dijo que podríamos matarnos uno de estos días, y yo le dije claro, la próxima vez que crucemos Vespucio. Pero no me la he encontrado desde entonces.