Carla tiene ganas de gritar. Quiere gritar tantos garabatos y maldiciones sepa, pero es demasiado tímida para eso, demasiado tímida para llamar la atención gritando en medio de una calle, aunque esté vacía. No tiene valor para ello. Respira, aprieta los puños, pero no puede. Sólo tira el aire por la nariz y aprieta los dientes. Sigue caminando en esa calle dispareja y sola con la mandíbula apretada y la cólera sujetándose en su garganta estrecha. Esto le ha pasado cientos de veces pero nunca termina por acostumbrarse.
Está desilusionada. Piensa que ya aprendió y que no volverá a tener fe en nada, pero llegado el momento vuelve a creer, el cielo nunca se cierra absolutamente cada vez y ella mira el sol en algún rincón y cree. Siempre termina creyendo. A veces hasta cree en el pronostico del tiempo e incluso en el lastimero llanto de los perros. De vez en cuando cree en los ojos de alguien. Ya es demasiado adulta como para creer en los ojos de alguien, piensa, pero muchas veces le es inevitable. Carla sabe que el invierno no es bueno para creer en los ojos de alguien, pero se le olvida de vez en cuando. Y vuelve a creer. Vuelve a creer en invierno cuando las nubes lo ocultan todo y la fe se congela y se quiebra en la escarcha.
Ya no quiere gritar. Su mandíbula se afloja en cada paso y se tranquiliza. No vale la pena, piensa. Llega a su casa y enciende la música, algo tranquilo, algo para ignorar un poco. Se tira en la cama. Grita.
1 comentario:
Eso de andar con los dientes apretados produce trismo mandibular, a mí me pasó...
;-)
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