Soñé con Annecy.
Dijiste que esas cosas te ayudaban a odiar menos tu vida en Santiago y yo te creí, yo quise probar qué hacías tú en esas noches lánguidas en las que hablábamos para quemar el tiempo inerte que pasaba frente a nuestros ojos secos, tú me dijiste que te daban ganas de correr al final de la carrera y tomarla, que la vida era simple cuando bailabas en la calle y todos te miraban creyendo que eras demente. Yo te escuché y luego soñé con ella, me decía que el tiempo se daba vuelta bajo los puentes y yo miraba el cielo desde sus aguas verdes.
Quise jugar a ser tú y ahora no dejo de soñarla. Me dijiste que esas cosas te ayudaban a odiar menos tu vida en Santiago, pero yo no dejo de soñar con Annecy.
17 de octubre de 2006
4 de octubre de 2006
Círculos (cuento)
Un día de sol se puso a caminar en círculos por el centro de la ciudad. Compró galletas en un kiosco, dos cigarrillos sueltos y dio vueltas mientras el sol parecía detenerse a mirarla, girando entre los edificios viejos y los minutos perdidos. Fumó el primer cigarrillo mientras pasaba por las vitrinas de vidrio que exhibían madejas de lana de colores vistosos. Abrió el paquete de galletas cuando un perro vago la seguía con ojos tristes, incrustando la mirada en las galletas rellenas con crema de vainilla. El segundo cigarrillo lo encendió justo frente a unos departamentos viejos con piso de cerámica y escaleras de barandas doradas. Se detuvo a mirar la entrada. Un conserje veía televisión en blanco y negro. El tablero dorado de la entrada exhibía los 24 botones de los 24 departamentos, todos con sus números, todos gastados de tantos dedos presionando por tantos años, por tantas historias desconocidas que se olvidaron. Bota el humo del cigarrillo sobre el tablero de botones y toca el número 61, lo toca con la punta del índice sin presionarlo. Imagina la voz saliendo por el citófono, preguntándole quien es, qué quiere. Ella no imagina una respuesta, ella no imagina nada porque su cabeza se llena del humo del cigarrillo sostenido entre los dedos y lo presiona fuertemente hasta que duele, hasta que la yema le arde, un sonido confuso y una voz se dispara desde el citófono, una voz áspera y estirada preguntando quien es, ella aspira fuertemente el cigarrillo, se traga el humo mientras observa al conserje que la mira de soslayo y la voz insiste, se vuelve más ronca y más dura, ella se aleja del tablero, de la voz, apaga la colilla del cigarrillo sobre el pavimento de la calle y se pone a caminar dando vueltas por las mismas calles en un día de sol. Los mismos pasos en círculos por el centro de la ciudad.
19 de agosto de 2006
A ocho años de Smashing Pumpkins en Chile
Hace ocho años exactamente vino a Chile Smashing Pumpkins en un concierto de alrededor de dos horas en la Estación Mapocho y yo estuve ahí. Cada 19 de agosto la nostalgia me ataca dulcemente y recuerdo. Año 1998, tercero medio, llorando de alegría, gritando tan fuerte como podía, la felicidad explotándome en los oídos mientras Corgan en el escenario jugaba con la bandera chilena y cantaba los temas más bellos de la tierra.
Si pudiera volver a un día de mi vida volvería a ese. Al 19 de agosto de 1998, 21 horas, Estación Mapocho. Cada vez que pienso en ello me da escalofríos, me da alegría, emoción, nostalgia, euforia, hasta casi siento otra vez el vértigo en el estómago, esa sensación de histeria que sentí cuando apareció la voz cruda y avasalladora de Corgan, cuando el sonido potente de sus guitarras llenó la Estación Mapocho de emociones irresistibles y nos hizo seres felices, almas sedientas de calabazas reventadas.
19 de agosto de 2006, a ocho años de ese día imborrable, sólo tengo ganas de recordar y escuchar a los Pumpkins mil veces hasta que este día acabe y la nostalgia se vuelva algo más etérea y menos presente.
1998
1998 un año extraño. Voy al colegio y dedico las tardes a dormir siesta, leer revistas de música y ver el canal dos, mi único enlace con la música en esos años. Ahí estoy yo, inserta en un año intenso, esperando el concierto de los Pumpkins en Chile, escondiendo mi incontrolable euforia porque no tengo permiso para ir, es un grupo agresivo y rebelde dice mi madre, no irás a ninguna parte, eres muy chica. Finjo que he aceptado la sentencia y no insisto. Sé que voy a ir igual, eso nadie va a quitármelo.
Tengo un novio y un gato, una amiga inseparable y una habitación tapizadas de fotos de los Pumpkins. En el antiguo equipo de música de la casa suena todo el día Adore, el disco que los traerá a Chile. Cuento los días que quedan para el 19 de agosto. La espera, siento ahora, es un dulce letargo de días fríos y alegres, insomnios excitantes que me revuelven el estómago. Sueño con el día del concierto y con conocer a Corgan, con poder tocarlo, con que todas las fantasías adolescentes se hicieran ciertas. Y llega el día, y corro, corro lo más fuerte que puedo, llego a la reja que separa el escenario y ahí me quedo, me afirmo y juro no soltarla más, es mía, es mi maldito premio por años de espera. Son las nueve y cinco de la noche y se apagan las luces, la gente grita, todos gritan, todos están desesperados, aparece la cabeza calva de Corgan y la gente se desmaya, se para justo en medio del escenario y toca la guitarra, toca To Sheila, yo lloro, yo no puedo creerlo y grito, grito lo más fuerte que puedo, siento una especie de vértigo, un dolor en el estómago que es emoción, llanto y alegría concentrados en un solo punto, en un momento único de mi vida. Smashing Pumpkins tocando en Chile, tocando a pocos metros de mí. Miré el cielo y dije gracias, sé que lo dije, tocaban 1979 mientras Corgan reía con malicia y la felicidad se me escapaba en lágrimas, sintiéndome tan pequeña en medio de tanta gente cargada de emociones, cargada de sentimientos que no puedo explicar.
1998, un año extraño. No soy capaz de volver a emocionarme por algo, no soy capaz de volver a sentir después de ese concierto. Pierdo a mi novio, pierdo a mi gato en una extraña desaparición, pierdo a mi amiga inseparable y todas las fotos de los Pumpkins las pierdo también. Cuando quedé sola sí sentí. Sentí pena. Al final uno nunca pierde la capacidad de sentir. 1998 un año difícil de olvidar. El año más feliz de mi vida.
15 de agosto de 2006
Exceso
Maldito alcohol. Quizás si no hubiese tomado tanto ese viernes entonces ahora estaría igual que antes de ese viernes, pero tomé demasiado y vi todo mejor de lo que era y me reí de cosas que no eran graciosas y me fascinó gente que no tenía nada de fascinante. Un viernes como todos los viernes, sólo que esta vez “exceso” es la palabra que me culpa y se ríe un poco de mí en una parte de mi cerebro que no sé cuál es. Los recuerdos son sólo flash-back violentos que saltan como una luz electroscópica en cualquier momento, sin que los invoque, sin que desee recordar qué pasó cuando ya lo creía borrado de mi cabeza. Y así aparece la calle silenciosa quebrada por nuestras risas enormes y nadie sabe por qué reímos, pero reímos. Y luego está esa escalera sucia que baja a un subterráneo infecto, colmado por la música y las risas enajenadas de las demás personas como nosotros y seguimos tomando sin darnos cuenta que nuestro cuerpo ya no quiere más alcohol, no importa, siempre queremos más, siempre necesitamos más. Ahí está esa cara bonita que creí demasiado bonita y la voz dulce que creí demasiado dulce y luego esos sentimientos afectivos que sólo nacen del alcohol porque no hay otra explicación, entonces en medio de la confusión decido que me gusta esa cara y que la quiero. No sé qué más sucede porque los flash-back no me muestran todo y los recuerdos siguientes siguen en un agujero negro dentro de mi cabeza perdidos y sin forma en el fondo de cualquier parte. El siguiente recuerdo es la despedida, es sus ojos y su sonrisa de niño mirándome desde alguna parte y yo creyendo que quizás vuelva a verlo alguna vez. Me aprendo su sonrisa y olvido el resto.
La mañana siguiente es cruel y mi cuerpo me pide un poco de paz, no más por favor, no más alcohol, ni caminatas, no más flash-back despiadados que me arrojan recuerdos que no quiero recordar y aparece esa cara bonita y odio la noche del viernes porque olvidé lo importante y porque debo aceptar las burlas del resto, aceptar que soy una borracha y que el nuevo número de teléfono en mi celular debería ser el de alcohólicos anónimos y no otro. Maldito alcohol, quizás algún día madure y me vuelva responsable y seamos amigos y los viernes sean tranquilos y las mañanas menos dolorosas. Ahora sólo queda esperar a aprender a vivir con los flash-back y los golpes acusadores en la consciencia que duran más que cualquier recuerdo vago de una noche de excesos.
La mañana siguiente es cruel y mi cuerpo me pide un poco de paz, no más por favor, no más alcohol, ni caminatas, no más flash-back despiadados que me arrojan recuerdos que no quiero recordar y aparece esa cara bonita y odio la noche del viernes porque olvidé lo importante y porque debo aceptar las burlas del resto, aceptar que soy una borracha y que el nuevo número de teléfono en mi celular debería ser el de alcohólicos anónimos y no otro. Maldito alcohol, quizás algún día madure y me vuelva responsable y seamos amigos y los viernes sean tranquilos y las mañanas menos dolorosas. Ahora sólo queda esperar a aprender a vivir con los flash-back y los golpes acusadores en la consciencia que duran más que cualquier recuerdo vago de una noche de excesos.
14 de agosto de 2006
Palabras (cuento)
Abrió los ojos y no vio nada. Quizás se asustó un poco, Carla suele asustarse cuando no despierta en su propia cama y se pregunta dónde está, por qué no ha despertado en su cama junto al gato que siempre duerme a su lado. La oscuridad se despeja y ve al chico durmiendo a su lado. Están desnudos, ella toca su piel tibia y se alivia. Ella piensa en él y suplica que la noche nunca se acabe y se queden acostados por siempre. Ella se acurruca a su lado y cierra los ojos. Le dice te quiero. No está segura si lo dijo realmente, no sabe si fue un sueño o es que se confundió en medio de tanta oscuridad y lo dijo en serio. Escucha las palabras cortando el silencio en la oscuridad del lugar y se estremece. No sabe si lo dijo o no. Lo mira. Él sigue allí, quieto, inmutable, como si no existiera pero existe y respira pausado a su lado, ella no sabe si él la escuchó, ella no sabe qué hacer. En su mente ella sólo quiere que sus palabras hayan sido reales y se cristalicen en los oídos de él y se queden suspendidas hasta que despierte y le diga algo, le diga que él también la quiere a ella. Él sigue quieto. Quizás duerme, quizás finge que duerme para no tener que decir algo. Carla sabe en el fondo que él nunca le dirá lo que ella quiere que le diga y vuelve a cerrar los ojos. Se envuelve en las sábanas e intenta volver a dormir, no pensar demasiado, estúpida Carla ingenua, es sólo esta noche, nadie tiene que decir nada. Intenta dormir. Él se mueve a su lado y la abraza por la espalda, pone su boca junto a su cuello y respira tranquilo. Ella sonríe, está oscuro y nadie la ve, pero sonríe. Cierra los ojos.
9 de agosto de 2006
Push, The Cure
Es una mezcla de alegría pura, de éxtasis incontrolable y la más punzante de las tristezas. Cómo saber cuál de los dos sentimientos es más fuertes. Voy caminando por una calle atestada de gente y sin embargo parece vacía, exquisitamente vacía, y yo voy escuchando esa canción excitante que tú me regalaste un día, yo estoy recordándote y me río de tus ojos, yo siento el impulso de correr y adelantar todos esos cuerpos, verte al final de la calle, vivir en los paseos nocturnos que hacíamos antes, reírnos como antes. Estoy riéndome de la cara que pusiste cuando me insultaste y me dijiste puta. ¿Nunca pensaste que era irrevocable? Una puerta que se cierra herméticamente, tú y yo nunca volveríamos a esas noches callejeras, las noches Santiaguinas del verano pasado. El último verano.
Y yo quiero correr a ti e insultarte, al final de la calle esperando, yo quiero reírme de tu cara otra vez, quiero mirar el odio en tus ojos y burlarme de él, me duele dulcemente y me río, quizás porque no puedo hacer nada más. La calle sigue llena de gente, tú te perdiste en el último verano, y yo no puedo parar de reír.
Y yo quiero correr a ti e insultarte, al final de la calle esperando, yo quiero reírme de tu cara otra vez, quiero mirar el odio en tus ojos y burlarme de él, me duele dulcemente y me río, quizás porque no puedo hacer nada más. La calle sigue llena de gente, tú te perdiste en el último verano, y yo no puedo parar de reír.
3 de agosto de 2006
Like Spinning Plates (cuento)
Entramos en esa habitación pintada de un verde oscuro y roído por los años, bajo los rayados en las paredes, dibujos, dedicatorias, poemas, pedazos sueltos de canciones olvidadas rellenando los rincones verdes de la pieza, bajo esa ampolleta tímida encerrada en una pantalla sucia y cenicienta que proyectaba una luz deprimente sobre una alfombra carcomida quizás por qué artificios pasados. El olor era siempre insoportable. Había que prender un incienso. Siempre odié el incienso, pero en esas ocasiones era necesario. Hasta deseable. Entro pateando botellas vacías, pedazos de pan duro a medio comer, platos vacíos con comida pegada en el fondo, ropa sucia, pestilente, horrible. Me hago un espacio en la cama que cruje doliente cada vez que soporta un peso. Me siento. Lo único admirable de todo ello es ese equipo nuevo, reluciente, con parlantes en cada rincón de la pieza, amenazante, envolvente, exquisito. Busco el control remoto entre las piedras, plumas y papeles que adornan el velador, enciendo el equipo.
Él me trae su nueva adquisición, un disco de Radiohead, el disco nuevo, lo admiro, una simple carátula negra adornada con un escuálido cuadrado rojo y un tímido título “Amnesiac” lo es todo. Lo pongo. Vuelvo a la cama, me siento, destapo una cerveza y me la tomo. Repaso los rincones, telarañas, cada vez más grandes, cada vez más cerca, nos devorarán un día, le digo, pero no le importa. A mí me importa, pero no puedo contra las arañas. Son demasiadas, están en todas partes. Prefiero ignorarlas y seguir tomando.
Él me quita el control remoto de las manos. Esta canción es lo máximo, dice, escucha. Adelanta el disco, canción número 10, un extraño sonido salta de los parlantes, un zumbido, desquiciante, desesperante, como cientos de abejas gigantes revoloteando junto a mis orejas. Apágalo por favor, no lo soporto, no quiero escucharlas. Él se ríe, pero escucha, es muy buena esta canción, yo no soporto las abejas, están creciendo, se hacen más fuertes, más insoportables, llenan la exigua oscuridad de la pieza, me quitan el aire, no puedo respirar. Apágalo, no quiero las abejas, intento quitarle el control remoto de las manos, pero se ríe y me evade, yo no lo soporto, es un sonido horrible, un batir de alas gigantes, alas membranosas, como las de las abejas, pero son inmensas, chocan contra las murallas, producen ese sonido asqueroso, ese horrendo susurro enajenado, abatido.
El zumbido se hace eterno, luego comienza la melodía, la más dolorosa de las melodías, punzante, me duele, es terrible, quisiera llorar, pero por qué, no tengo motivos. El zumbido se aleja lentamente, me doy cuenta que sólo duró unos 20 segundos, los que creí inmortales, mi mente perturbada por el humo, las cervezas, el encierro, lo desfiguró, allí estaba yo aún, en esa pieza maloliente, oscura, infecta, no habían abejas, no había más que el triste sonido de Radiohead colándose entre las telarañas, entre la podredumbre que me rodeaba.
Para cuando terminó esa amarga “Like Spinning Plates”, yo escondía mi cabeza entre las frazadas arremolinadas sobre la cama, queriendo escapar de la tristeza, de esa voz maldita que me afligía. Y cuando el silencio, ese increíblemente anhelado silencio volvió a la pieza, cerré los ojos y me dormí como un bulto sobre la cama de formas feroces, y soñé con abejas gigantes zumbando en una pequeña habitación oscura.
Él me trae su nueva adquisición, un disco de Radiohead, el disco nuevo, lo admiro, una simple carátula negra adornada con un escuálido cuadrado rojo y un tímido título “Amnesiac” lo es todo. Lo pongo. Vuelvo a la cama, me siento, destapo una cerveza y me la tomo. Repaso los rincones, telarañas, cada vez más grandes, cada vez más cerca, nos devorarán un día, le digo, pero no le importa. A mí me importa, pero no puedo contra las arañas. Son demasiadas, están en todas partes. Prefiero ignorarlas y seguir tomando.
Él me quita el control remoto de las manos. Esta canción es lo máximo, dice, escucha. Adelanta el disco, canción número 10, un extraño sonido salta de los parlantes, un zumbido, desquiciante, desesperante, como cientos de abejas gigantes revoloteando junto a mis orejas. Apágalo por favor, no lo soporto, no quiero escucharlas. Él se ríe, pero escucha, es muy buena esta canción, yo no soporto las abejas, están creciendo, se hacen más fuertes, más insoportables, llenan la exigua oscuridad de la pieza, me quitan el aire, no puedo respirar. Apágalo, no quiero las abejas, intento quitarle el control remoto de las manos, pero se ríe y me evade, yo no lo soporto, es un sonido horrible, un batir de alas gigantes, alas membranosas, como las de las abejas, pero son inmensas, chocan contra las murallas, producen ese sonido asqueroso, ese horrendo susurro enajenado, abatido.
El zumbido se hace eterno, luego comienza la melodía, la más dolorosa de las melodías, punzante, me duele, es terrible, quisiera llorar, pero por qué, no tengo motivos. El zumbido se aleja lentamente, me doy cuenta que sólo duró unos 20 segundos, los que creí inmortales, mi mente perturbada por el humo, las cervezas, el encierro, lo desfiguró, allí estaba yo aún, en esa pieza maloliente, oscura, infecta, no habían abejas, no había más que el triste sonido de Radiohead colándose entre las telarañas, entre la podredumbre que me rodeaba.
Para cuando terminó esa amarga “Like Spinning Plates”, yo escondía mi cabeza entre las frazadas arremolinadas sobre la cama, queriendo escapar de la tristeza, de esa voz maldita que me afligía. Y cuando el silencio, ese increíblemente anhelado silencio volvió a la pieza, cerré los ojos y me dormí como un bulto sobre la cama de formas feroces, y soñé con abejas gigantes zumbando en una pequeña habitación oscura.
1 de agosto de 2006
Soñé
Anoche tuve un sueño con un hombre. Soñé que me amaba y que yo lo amaba a él. Que me contaba chistes y yo me reía. Soñé que tenía los ojos amarillos y se llamaba Ángel. Tocaba la guitarra y hacía dibujos feos. Había una ventana larga y angosta con una cortina blanca. Soñé que yo lo miraba por esa ventana cuando él se iba y al volver se acostaba conmigo y me hablaba de la revolución francesa. Yo lo escuchaba y lo amaba. Sé que lo amaba porque he amado y sé lo que es amar. Se sentía como cuando he amado. Se sentía bien quizás.
Soñé que me daba un beso que yo prolongaba porque no quería despertar, porque amaba su beso y el silencio de sus labios. Soñé que su voz era áspera y con ella me decía que yo le gustaba, que lo perdonara.
Desperté y me sentí miserable. Quizás hasta lo extrañé. Me di vueltas en la cama enterrando la cara en la almohada y quise soñar otra vez con un hombre de ojos amarillos que me amaba y que yo lo amaba a él.
Soñé que me daba un beso que yo prolongaba porque no quería despertar, porque amaba su beso y el silencio de sus labios. Soñé que su voz era áspera y con ella me decía que yo le gustaba, que lo perdonara.
Desperté y me sentí miserable. Quizás hasta lo extrañé. Me di vueltas en la cama enterrando la cara en la almohada y quise soñar otra vez con un hombre de ojos amarillos que me amaba y que yo lo amaba a él.
26 de julio de 2006
A las diez en punto (cuento)
Faltan diez minutos para las diez de la noche, me informa el reloj colgado a la pared que me hace pensar en su monótono sonido como una técnica de hipnotismo frustrado. Nada me hace olvidar que sólo tengo diez minutos más. Me paseo inquieto por la estrecha habitación atiborrada de objetos detestables buscando tal vez algo que no me haga pensar, o mejor aún, buscando en que ocupar mi mente agotada del tic tac del endemoniado reloj. Intento el método absurdo del hiperquinético ir y venir entre muebles añejos que forman un angosto pasillo, donde pretendo alejar el ruido incesante del reloj que me recuerda con insistencia que el tiempo se acaba, que se está yendo, que mi aliento se va con él. Busco un poco de aire fresco que despeje mis pulmones del humo intenso de mis cigarrillos que dibujan líneas en la atmósfera que no puedo borrar, necesito oxígeno, y siento entonces el imperativo deseo de abrir la puerta y aspirar el aire a grandes bocanadas, pero cada vez que tocan mis dedos la manilla vieja de la puerta la sangre se me congela y retrocedo como si buscara calentarla otra vez. Quizás sea porque tengo miedo, quizás porque el reloj juega con mis temores y se ríe de mi frenético vaivén sabiendo que falta poco.
Tal vez él ya esté afuera, tal vez está esperando que salga, a que no pueda seguir soportando el sofocante aire que de tanto reciclar una y mil veces se ha viciado. No quiero verlo, sus ojos vacíos y su cara inanimada me repugnan, y aunque intente cambiar lo que acontece después de abrir la puerta es siempre lo mismo, fingirá la simpatía irracional que no siente y acabaré haciendo lo que me pida, hasta manosear y pisotear mi voluntad con grotesco deleite.
El tiempo sigue consumiéndose como el tabaco de mis cigarrillos, como el oxígeno de mi cuarto sin ventanas. Mi conciencia ya comienza a languidecer, el abatimiento que a esa hora empieza a estrangular mi resistencia me convence que es inútil oponerse cuando conozco muy bien el desenlace de mi historia, cuando recuerdo que él es más fuerte que yo y luchar sólo serviría para malgastar el tiempo que se aleja sin misericordia. Entonces giro la manilla de la puerta y allí está, como lo imaginaba, parado tras la puerta con la expresión oscura, mirándome con los ojos huecos y perdidos en tinieblas que no alcanzo a ver. Pero siempre es así, él sonríe irónicamente y finge una amistad absurda que inventó una de las noches frías de este invierno, o del anterior, ya no lo recuerdo. Caminaremos por calles deterioradas por la nostalgia de almas como las nuestras, roídas por el tiempo malgastado de tantas vidas, y terminaré siguiendo su rutinario juego de estúpidas costumbres, terminaré intoxicándome la sangre, hiriéndome con agujas corrompidas y riendo más tarde de sus chistes insensatos como si fuera la primera vez que los escucho. Entonces él se sentirá complacido, la noche termina a su antojo, la historia ha vuelto a recorrer las líneas habituales que ha trazado y ríe con exasperantes carcajadas que saltan de sus dientes oscuros para rebotar en las paredes de mis oídos, mientras su olor nauseabundo termina por atrofiar mis ideas. Ya no hay nada que hacer más que mirar el tiempo morir, abandonar las horas con resignación e intentar no pensar en ello, la mañana se acerca, estaré ya en mi cama para cuando el sol se asome otra vez sobre la ciudad y procuraré creer que esa será la última vez que el deseo destructivo de un ente incrustado en mi alma vuelva a persuadirme, pero sabiendo al fin y al cabo que a las diez de la noche en punto volverá a mi puerta y yo volveré a abrirle.
25 de julio de 2006
Cambios
“No trato que las cosas se queden como están, no voy en contra de los cambios, sólo trato de rescatar lo bueno que se va yendo”. Tomé un sorbo de mi cerveza y miré el tinte sensato de su cara. A veces quisiera ser como él y pensar cosas cuerdas. Me ahogo, pienso que todo irá mal, que odio los cambios, que no quiero perder a mis amigos que se van lento con el tiempo sigiloso porque así es la vida, porque nuestros destinos se someten a los cambios y nos separamos, sin quererlo nos vamos alejando, ya nos conocemos menos, ya casi ni nos extrañamos. Siento pena y quisiera que las cosas siempre fueran como lo fueron hace un par de años, que los cambios no existieran, que no llegaran nunca. Pero llegan. Él dijo rescatar lo bueno que ya se va yendo, y yo no termino de entender cómo diablos hago eso. Las cosas cambian, entran nuevos personajes y salen otros. Mataría porque mis personajes favoritos siguieran siempre en escena, pero no soy dueña del show. Y sigo bebiendo mi cerveza frente a él, recordando a nuestros amigos lejanos, indefensa frente a los cambios.
14 de julio de 2006
Irresponsabilidad
Son increíbles las artimañas que uno es capaz de hacer con tal de no estudiar. Ser irresponsable es un placer culpable que traga demasiado rápido y no te das cuenta cuando ya no puedes escapar. Lo eres y punto. Un irresponsable hecho y derecho.
Es un crimen hacerte estudiar en vacaciones, pienso, es en eso en lo que me baso cuando escapo y digo esto no es justo, estoy de vacaciones, tengo que hacer lo que se me de la gana porque es mi tiempo, al fin mío. Pero la clemencia en estos casos no corre y el señor Valderas no tuvo piedad al citarme a mitad de mis vacaciones para interrogarme acerca del maravilloso mundo de la Administración y sus tomas de decisiones, planificación estratégica y cuanta basura más escribió en su odioso libro.
Entonces escapo. Hago un break de 5 minutos que se extiende una hora, páginas de Internet, conversaciones triviales por msn, fotos feas y cualquier idiotez que me sirva para alejarme de ese endemoniado libro cuando son las tres de la mañana y crece mi odio por la idea de tener que estudiar ahora cuando mi cerebro se declaró en huelga y ya no sirve más que para las funciones básicas y me pregunto “sirve de algo todo esto?”. No sé.
Sólo sé que no quiero más. Y es la única información que me cabe en el cerebro.
Es un crimen hacerte estudiar en vacaciones, pienso, es en eso en lo que me baso cuando escapo y digo esto no es justo, estoy de vacaciones, tengo que hacer lo que se me de la gana porque es mi tiempo, al fin mío. Pero la clemencia en estos casos no corre y el señor Valderas no tuvo piedad al citarme a mitad de mis vacaciones para interrogarme acerca del maravilloso mundo de la Administración y sus tomas de decisiones, planificación estratégica y cuanta basura más escribió en su odioso libro.
Entonces escapo. Hago un break de 5 minutos que se extiende una hora, páginas de Internet, conversaciones triviales por msn, fotos feas y cualquier idiotez que me sirva para alejarme de ese endemoniado libro cuando son las tres de la mañana y crece mi odio por la idea de tener que estudiar ahora cuando mi cerebro se declaró en huelga y ya no sirve más que para las funciones básicas y me pregunto “sirve de algo todo esto?”. No sé.
Sólo sé que no quiero más. Y es la única información que me cabe en el cerebro.
11 de julio de 2006
Vicuña Mackenna, 4:30 a.m.
Vicuña Mackenna, 4:30 a.m.
desconocidos frente a un puesto de comida rápida
Santiago, Chile
- Hola
- Hola
- te molesta si me siento contigo?
- no, dale
- vale, estoy muerto de hambre, ¿quieres completo?
- no, gracias, no quiero comer
- ¿mala noche?
- algo así, ¿dónde estabas?
- en el Club Miel
- ¿y qué tal?
- fome… ¿y tú?
- en el Bale… no tan fome
- ¿qué estudiai?
- algo fome
- a que te gano, yo si que estudio algo fome
- ¿qué estudiai?
- dale tú, yo pregunté primero
- Agronomía
- yo Ingeniería comercial
- oh, la dura, me ganaste
- sí, ¿en serio no quieres completo?
- no
- algún día voy a ir al Bale, ahí te veo
- ya, te espero
- Muy bueno el completo, me despido señorita
- nos vemos
- en el Bale
- en el Bale…
8 de julio de 2006
Final (cuento)
Silencio, soledad, gritos remotos, pasos extraños, gente callada esperando una micro, gente cansada y sola, una calle mojada y unas luces tímidas alumbrando el pavimento bajo la noche espesa son las cosas que me separan de él, son las cosas que me rodean y lo rodean, son el escenario de una escena final, la última de una historia breve, de una noche que tuvo un final inevitable y que pronto desaparecerá de nuestras vidas, de las mentes, de los recuerdos. Él está lejos, al otro lado de la calle y las luces, al otro lado del vacío y las voces lejanas, él está esperando volver a casa y yo esperando volver a la mía. Él está parado justo en frente, yo lo miro, él me mira, nadie hace nada. Yo quisiera que ese fuera el destino del resto de mi vida, parada bajo el frío inminente del amanecer mirando su cara distante, mirando sus ojos porque no puedo hacer nada más, la noche acaba, la historia tiene fin, él se irá, yo me iré, nunca volveremos a vernos.
Podría cruzar la calle y las luces y los ruidos ambiguos de las tinieblas pero no lo hago. Podría cruzar la calle y decirle que se quede conmigo. Decirle que la historia puede tener un final distinto, decirle que podemos demorar el momento, el sol aún no sale, aún hay tiempo, tú podrías abrazarme, yo podría responderte, podríamos atrasar la noche esquiva y quedarnos juntos en la calle mojada bajo las luces amarillas sorteando el final inevitable.
Él sigue lejos, tan distante, remoto, su cara se pierde entre la oscuridad y los pasos extraños, se pierde entre las caras cansadas y el frío del amanecer. Yo tomo la micro, yo decido que el final es irremediable y que no puedo huir, que no podemos evitarlo porque así es la historia, así está hecha. Y lo miro mientras me alejo, lo miro parado en esa calle mojada y vacía, él me mira y prolonga la mirada, que no se corte, que ese sea el final, una mirada eterna, que se extienda hasta el amanecer y hasta que salga el sol y sigamos mirándonos porque no quiero olvidar su cara, porque no quiero olvidar esa calle mojada, ni las luces tímidas, ni sus ojos, ni la historia efímera que se extingue con la noche, con la distancia.
La mirada se rompe. Él se quedó en la noche, en la calle mojada y solitaria. Yo me quedo con el recuerdo de una noche frágil que se acaba cruelmente. Nunca volveremos a vernos.
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