20 de febrero de 2011

127 Horas


Hace días que vengo tratando de retomar este hábito de escribir idioteces que nadie lee más que yo y he venido pensando que quería escribir sobre 127 horas, que es lo último que he ido a ver al cine, pero se me ha pasado el tiempo y el entusiasmo luego de que Black Swan se robara mi corazón y me hiciera sentir por un momento –que duro días quizás- que todo lo que he visto este año ha sido superfluo e insustancial. Pero ya recapacité. Salí del hechizo de ver a Natalie Portman bailando con plumas en los brazos para recordar que 127 horas, como cualquier otra película de Boyle, me mató. Suelo clasificar las películas que logran matarme cuando quedo pensando en ellas cada vez que camino sola, cuando voy en el metro o estoy trabajando. Y así fue con 127 horas, no logré sacármela de la cabeza por días. Ese Boyle hizo pacto con el diablo, siempre lo logra. Es increíble ver una película que se pase una hora cuarenta mostrando a un tipo con el brazo atrapado bajo una roca y que te mantenga tan nervioso en tu asiento, tan pendiente, con la tonta banda sonora –obvio, es Boyle- y con imágenes tan repugnantes que te mantengan al borde del vómito y la desesperación.

Era el día del estreno y la sala –aunque bastante chica- estaba más o menos llena. Tengo que contar esto porque ha sido la experiencia más real que he tenido viendo una película en el cine. La película empezó y todos felices, pero el protagonista se queda atrapado y empieza el sufrimiento en la sala. Todos sufrían, estoy segura. Primero que se tiene que tomar su orina, y te la muestran en la cara, como en tu nariz, viscosa y oscura, con esos planos surrealistas que te hacen sentir asfixia, asco, una completa aversión a la pantalla, y comienzan las toses, primero una lejana al final de la sala de cine, luego un tipo al borde del vómito por allá adelante, luego risas y más toses, una mujer que se para al baño, otra que tose cada vez con más fuerzas, el resto de los espectadores permanecíamos enterrados en nuestras butacas, tratando de que esa orina no nos alcanzara, por favor todo menos eso!. Y luego la escena fatal, la que todos esperábamos ver, y no sé por qué la esperábamos si finalmente nadie quería seguir viéndola: cuando se corta el brazo. La sangre, el dolor, la pantalla dividida en tres, y el sonido –nunca olvidaré ese puto sonido- desarmaban el temple de cualquiera. Mira a tu alrededor, me dijo Eduardo riéndose a mi lado –el maldito nunca sufre con las películas porque siempre las está analizando como si estuviera en un serio estudio científico- yo le obedecí y miré alrededor, todos enterrados en sus butacas, cual de todos más contorsionados, algunos ocultaban la cabeza en el hombro de sus acompañantes, los grandes paquetes de pop corn intactos en las piernas de los presentes, intocables, todo tipo de muecas y toses aparecían de nuevo, gente al borde del vómito, sufriendo. Todos pagamos por ir a sufrir, esa es la verdad. Y no es que en el siglo XXI no hayamos visto sangre, ni amputaciones, ni cosas horrorosas, las hemos visto, sí, pero no por el ojo de Boyle. Por eso digo que hizo un pacto con el diablo, no se me ocurre más explicación. Finalmente fue un alivio cuando prendieron las luces y todos salimos de la sala sintiéndonos algo mareados pero aliviados de habernos salvado, respirando profundo por primera vez en hora cuarenta que dura la gracia, para terminar diciendo que fue una excelente película, impecable, llena de bellos detalles ,aunque debo confesar que dudosamente la volvería a ver.