4 de julio de 2008
El fin
Por alguna razón que desconozco, sabíamos que iba a explotar. Que los muros, los hierros fundidos y el vidrio se nos vendrían encima. Lo sabíamos porque de alguna forma era predecible. La gente decía que esas cosas eran predecibles. Yo no lo creí, yo pensaba que esas cosas no podrían pasar en una ciudad como ésta, en una vida como ésta, cuando las cosas impensables no pasan, y yo no creí porque él era un desconocido y uno nunca le cree a los desconocidos. Uno siempre cree que la gente miente y que dirán mentiras para impresionarte –lo que siempre pasa-, pero él no mentía. ¿Existe alguien que no mienta? No sé, pero él no mentía cuando me dijo que corriera de allí, que todo se iba a derrumbar y que nada sería como lo conocía hasta entonces. Me divirtió su forma exagerada de ver las cosas y le pregunté su nombre. Iván, dijo, y yo me aprendí su nombre mientras caminábamos sobre los adoquines con paso apurado, yo me reía de él, él se reía de mi incredulidad. Me tomó del brazo y me dijo que teníamos que apurarnos. Se llamaba Iván como el niño de la película rusa, me compró cabritas en una esquina y nos paramos un rato. Yo me echaba unas cabritas a la boca cuando estalló. Había humo y cenizas en el aire. Habían gritos de la gente que corría sin sentido, yo no podía creer lo que estaba viendo. Te dije que explotaría repitió. Yo miraba la nube crecer sobre la ciudad, sobre nuestras cabezas, miré a mi alrededor el Apocalipsis despertando entre los escombros, en las caras de la gente, en el cielo oscuro surcado por el fuego. Me aferré al brazo de Iván como si fuera lo último real que iba quedando. Si tú esperas yo esperaré dije, si tú corres yo correré. Rocas calientes iban golpeando el cemento de las calles, Iván me tomó de la mano y antes que el abrazo ceniciento del fin nos alcanzara nos pusimos a correr.
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