Moby es uno de los grandes culpables de todo esto. En realidad lo es más Danny Boyle, pero digamos que Moby tiene su parte. Nada más se asoma en la radio -el tímido aiwa sepultado bajo un montón de papers y fotocopias- y me acuerdo de que me queda poco tiempo, que estoy como en un laberinto con una bomba de tiempo amarrada a la espalda bajo un montón de aves de rapiña esperando cenarme y tengo que apurarme sino quiero terminar en medio de la destrucción de mi propio camino. En realidad no creo que Boyle haya querido reflejar eso cuando usó a Moby, pero las cosas no siempre salen como un quiere. Y de eso sí que puedo hablar con propiedad. Definitivamente las cosas no salen como uno quiere, pero soy optimista, si es verdad que la vida te da sorpresas entonces bienvenidas sean, que ya no puedo -ni quiero- seguir viendo todo color de hormiga cada vez que escucho a Moby en la radio.
Starla
12 de julio de 2011
Color de hormiga
24 de abril de 2011
Paradise
Paseo por el refugio militar del cajón del Maipo. ¿Cómo algo tan lindo puede estar tan cerca de Santiago? Cuando tenga auto iré todos los fines de semana! y subiré todos los cerros cercanos y me iré a tomar un chocolate caliente a la punta de un cerro mirando la nieve caer sobre el valle con mi jardinera térmica y un disco de Radiohead. Lo juro!
18 de abril de 2011
Destellos
27 de febrero de 2011
Terremoto
27 de febrero, 2010. Mil historias, todas buenas, todas terribles, algunas demasiado, otras –las santiaguinas sobre todo- entretenidísimas. He escuchado de todo. Todas me gustan, ese tema quedó como el favorito de muchos supongo. Hablar del terremoto y de dónde lo viviste fue el tema del momento durante mucho. Incluso ahora que ya ha pasado tiempo, conoces a alguien y llegas al tema del terremoto igual. Nadie parece cansado del tema, ni de contar lo que hacía cuando todo empezó a moverse. Contarlo mil veces, a todas las personas que conoces, una y otra vez. Incluso contarlo más de una vez a la misma persona.
A mí no me pasó nada. A nadie de mi familia le pasó algo, ni mi casa sufrió algún daño. Nada. Pero de todas formas la sufrí igual. Las únicas palabras que pasaban por mi mente eran: apocalipsis, fin de mundo, arrebatamiento, juicio final y adiós. Yo pensé que era el fin. Pensé que todos íbamos a morir y ni siquiera atiné a arrepentirme en esos 2 minutos y medio. No. Lo único que pensé en salvar fue a mi gato. Después –cuando mi gato no quiso ser salvado- mi vida. Sólo mi vida. Jamás pensé en la tele ni en nada de valor, que se caiga todo, yo me salvo. No entiendo cómo hubo gente que se quedó afirmando sus cosas. Mi ship de supervivencia sólo emite la orden de huir, nada más. Intenté salvar a mi gato pero estaba vuelto loco. Ambos estábamos temiendo por nuestras respectivas vidas y eso hacía el asunto más melodramático. Yo no quería soltarlo y él quería salvarse solo. Tuve que dejarlo ir, verlo correr hacia el pasillo donde todas las cosas se estrellaban contra el suelo, en la oscuridad. Fue como en “La guerra de los mundos” cuando Tom Cruise debe dejar ir a su hijo a la guerra contra los extraterrestres. Corrí al umbral con mi mamá y me quedé allí, viendo las luces en el cielo, a mi papá tambaleándose en el jardín tratando de llegar a la reja de la casa. Pensé que nunca acabaría. Yo pensaba –y de verdad que lo pensaba- que el mundo había llegado a su fin.
Hoy se cumple un año, la tele muestra una y otra vez la conmemoración de un año de la tragedia, muestran historias de damnificados y paisajes llenos de destrucción. A algo hay que recurrir cuando el tema de los mineros dejó de vender y ya nadie recuerda el incendio de la cárcel de San Miguel. Yo me acuerdo del terremoto y me da miedo. Hoy en día ya no siento ningún sismo, creo que mi umbral de percepción quedó sobre los 6 grados, pero acordarme del ruido, de ese sonido gutural que venía desde el mismísimo infierno, es algo que nunca dejará de intimidarme.
20 de febrero de 2011
127 Horas
Hace días que vengo tratando de retomar este hábito de escribir idioteces que nadie lee más que yo y he venido pensando que quería escribir sobre 127 horas, que es lo último que he ido a ver al cine, pero se me ha pasado el tiempo y el entusiasmo luego de que Black Swan se robara mi corazón y me hiciera sentir por un momento –que duro días quizás- que todo lo que he visto este año ha sido superfluo e insustancial. Pero ya recapacité. Salí del hechizo de ver a Natalie Portman bailando con plumas en los brazos para recordar que 127 horas, como cualquier otra película de Boyle, me mató. Suelo clasificar las películas que logran matarme cuando quedo pensando en ellas cada vez que camino sola, cuando voy en el metro o estoy trabajando. Y así fue con 127 horas, no logré sacármela de la cabeza por días. Ese Boyle hizo pacto con el diablo, siempre lo logra. Es increíble ver una película que se pase una hora cuarenta mostrando a un tipo con el brazo atrapado bajo una roca y que te mantenga tan nervioso en tu asiento, tan pendiente, con la tonta banda sonora –obvio, es Boyle- y con imágenes tan repugnantes que te mantengan al borde del vómito y la desesperación.
Era el día del estreno y la sala –aunque bastante chica- estaba más o menos llena. Tengo que contar esto porque ha sido la experiencia más real que he tenido viendo una película en el cine. La película empezó y todos felices, pero el protagonista se queda atrapado y empieza el sufrimiento en la sala. Todos sufrían, estoy segura. Primero que se tiene que tomar su orina, y te la muestran en la cara, como en tu nariz, viscosa y oscura, con esos planos surrealistas que te hacen sentir asfixia, asco, una completa aversión a la pantalla, y comienzan las toses, primero una lejana al final de la sala de cine, luego un tipo al borde del vómito por allá adelante, luego risas y más toses, una mujer que se para al baño, otra que tose cada vez con más fuerzas, el resto de los espectadores permanecíamos enterrados en nuestras butacas, tratando de que esa orina no nos alcanzara, por favor todo menos eso!. Y luego la escena fatal, la que todos esperábamos ver, y no sé por qué la esperábamos si finalmente nadie quería seguir viéndola: cuando se corta el brazo. La sangre, el dolor, la pantalla dividida en tres, y el sonido –nunca olvidaré ese puto sonido- desarmaban el temple de cualquiera. Mira a tu alrededor, me dijo Eduardo riéndose a mi lado –el maldito nunca sufre con las películas porque siempre las está analizando como si estuviera en un serio estudio científico- yo le obedecí y miré alrededor, todos enterrados en sus butacas, cual de todos más contorsionados, algunos ocultaban la cabeza en el hombro de sus acompañantes, los grandes paquetes de pop corn intactos en las piernas de los presentes, intocables, todo tipo de muecas y toses aparecían de nuevo, gente al borde del vómito, sufriendo. Todos pagamos por ir a sufrir, esa es la verdad. Y no es que en el siglo XXI no hayamos visto sangre, ni amputaciones, ni cosas horrorosas, las hemos visto, sí, pero no por el ojo de Boyle. Por eso digo que hizo un pacto con el diablo, no se me ocurre más explicación. Finalmente fue un alivio cuando prendieron las luces y todos salimos de la sala sintiéndonos algo mareados pero aliviados de habernos salvado, respirando profundo por primera vez en hora cuarenta que dura la gracia, para terminar diciendo que fue una excelente película, impecable, llena de bellos detalles ,aunque debo confesar que dudosamente la volvería a ver.