No recordaba el nombre hasta hace poco. Se llamaba Cucao. Había un lago oscuro y enorme, un río igualmente oscuro y una playa infinita. Parecía que el sol no terminaba de ocultarse nunca. Me acordé cuando veía la sinopsis de una película donde un grupo de amigos se tiraban corriendo por la ladera de un cerro y fumaban hierba en un bosque oscuro. Lo vi y me acordé de Cucao, de cuando me subí a un cerro y miré el mar y el lago y el río al mismo tiempo, me senté en el pasto y fumé hierba mirando un atardecer que no se terminaba, que el viento parecía congelar en una imagen proyectaba quinientas veces por segundo cuando todavía era una niña o lo que parecía una niña y pensaba que yo era el objeto más minúsculo del paisaje, una mancha errónea en la pintura.
Tuve ganas de estar ahí otra vez. En ese mismo cerro con el mismo viento enfriándome la nariz. Tuve ganas de ser la misma niña sentada sola fumando hierba en un rincón donde se acaba el mundo y se olvida el resto.
Tuve ganas de estar ahí otra vez. En ese mismo cerro con el mismo viento enfriándome la nariz. Tuve ganas de ser la misma niña sentada sola fumando hierba en un rincón donde se acaba el mundo y se olvida el resto.